Conocí a Joaquín gracias a un amigo común con quien trabajo. Él me había hablado muchas veces de Joaquín, de cómo vivía su enfermedad y de cuan edificante era para todos tratar con él; por eso me animó a que un día fuera a visitarle a su casa junto con mi esposa Irene y mis hijos.

No recuerdo exactamente la fecha, aunque fue en 2017, poco antes de que su entonces ya grave estado impidiera las visitas. De hecho nos encontramos con un hombre cansado, limitadísimo de movimientos y muy consciente de estar en la recta final de su vida en la tierra. Pero también nos encontramos con un hombre que sonreía constantemente, que se interesaba por todos nosotros –le visitamos Irene y yo y varios de nuestros seis hijos; apenas cabíamos en el salón de su casa– y que preguntaba con vivo interés por los proyectos de todos nosotros.

Satisfecha su curiosidad, salpicada en cada caso por un “rezaré por esto tuyo” o un “lo encomiendo”, llegó después el momento de hablar “de lo suyo”; pero “lo suyo” no era su enfermedad como todos pensábamos sino “sus proyectos”, unos proyectos que no tenían techo. El hecho de estar postrado en una butaca articulada no lo frenaba; era una persona llena de inquietudes y, por supuesto, muy cercano a Dios.

Lo único que “ralentizaba el ritmo” a Joaquín era el agotamiento físico, que se acrecentaba al hablar. A pesar de ello él no perdía la oportunidad de contar a sus visitantes –nosotros, en ese caso– las nuevas ideas sobre una cama ergonómica, o la red de contactos con personas con escasa o nula movilidad que había tejido para darles aliento y asesoramiento humano y espiritual. Joaquín tenía que hacer un esfuerzo consciente en cada respiración, y eso le lastraba a la hora de hablar; quería decir más, pero no podía. Rafa, que ejercía de anfitrión, era las manos y a veces la voz de Joaquín. Al cariño y atención que Rafa le prodigaba, Joaquín correspondía dócil, agradecido, jamás quejoso. Y se dejaba hacer, humildemente, con mucha paz, incluso cuando Rafa le tenía que decir que descansara y que, para recuperarse, dejara de hablar un ratito. Eso nos impresionó a todos.

Irene le había preparado un delicioso flan, una comida fácil de engullir (y deliciosa); nos dimos cuenta de hasta qué punto Joaquín estaba enfermo cuando no quiso ni siquiera probarlo, y lo metimos en su nevera “por si más tarde…”. Nos agradeció el detalle y, como ofreciendo aquella renuncia suya (la enésima de su vida), se olvidó del flan y se puso a hablar de nuevo, esta vez sobre sus ideas sobre otro libro que quería escribir “cuando no estuviera tan cansado”.

Porque Joaquín se cansaba más y más y constantemente necesitaba cambiar de posición. Y por eso nuestro encuentro con él fue breve –unos 30 minutos– aunque suficiente para salir de allí con la certeza de haber conocido a un hombre santo.

Antes de despedirnos nos sacudió una vez más con una petición: “Decidme cada uno una cosa que queráis que ofrezca; aprovechad”. Y se dispuso a escribir con su teclado adaptado nuestra lista de peticiones. Nos costó, en parte por lo directo del “encargo”, en parte porque algunos deseos nuestros eran íntimos y personales. Pero éramos conscientes de que, como él nos había dicho, había que “aprovechar” la oportunidad de darle “encargos” a ese intercesor que nos miraba sonriente desde su lecho. Convenimos que se los mandaríamos por correo electrónico, personalmente; y así lo hicimos.

No pudimos visitarle nunca más; su estado empeoró hasta hacer imposibles encuentros como el nuestro. De hecho incluso se truncó enseguida la incipiente relación epistolar que había surgido de aquellos “encargos”.

Agradecimos a Rafa su insistencia en tener esa entrevista, y a Dios la oportunidad de haber podido conocer a Joaquín, quizá siendo de los últimos en “gozar” de su edificante enfermedad. Porque, desde luego, fue para nosotros –y es para todos– un ejemplo de santificación en lo extraordinario de su vida ordinaria; su aceptación del sufrimiento físico nos cautivó: solo lamentaba no poder hacer más con su pobre cuerpo, pero no se quedaba en la queja sino que buscaba incesantemente la forma de dar esquinazo al dolor, apoyado en artilugios informáticos, inventos (algunos propios) para conseguir la mejor postura, algo que le permitiera “exprimirse” más para llegar a más gente, a más almas. Joaquín convirtió su enfermedad en un regalo: forjó su vida de santidad y mostró a muchos –como a nosotros aquel día inolvidable– el precioso camino que se puede andar si caminamos confiados en el amor de Dios, dándole la mano, sin miedo a nada. Junto a Él no hay que temer al camino; hay que pisar ese camino con firmeza, allanando lo que otros pisarán después. Eso nos mostró Joaquín en tan solo media hora; porque él hacía eso. Era así: santo.