En el 2016, a mis 17 años, un profesor de mi colegio me presentó a Joaquín. Recuerdo bien aquel día: Joaquín nos recibió un sábado por la mañana. Yo estudiaba 1º de Bachillerato, mis preocupaciones eran poco importantes y sobre todo vivía pendiente de mí mismo.

Pensaba que iba a visitar a un enfermo y que estaba haciendo un gran acto de servicio. ¡La realidad era que yo iba a ser visitado por Joaquín!

Desde el primer momento que le vi y hablé con él me sorprendió su actitud: estaba contento, pero no negaba sus dolores. De hecho, casi lo primero que hizo fue explicarme que las últimas semanas le estaba molestando mucho unas llagas que se le habían formado en la espalda. No lo explicaba desde un victimismo, ya que estaba alegre. Me lo contó para decirme a continuación: «esto lo voy a ofrecer por ti». Y a continuación me hizo apuntar mi nombre e intenciones en una larga lista en la que figuraban otros muchos nombres.

Luego me retó a que yo también hiciera algo. Me preguntó qué tal me iban los estudios y me propuso sacar una buena nota media a final de curso. Le dije que un 8’5 era para mí una buena nota, pero él no se contentó, y me dijo que yo podía dar más, que debía estudiar más. Afirmó que yo debía luchar como mínimo por el 9. La verdad es que me pareció una barbaridad; yo nunca había sacado tan buenas notas. Pero terminó sacando de mí aquel compromiso, que a mí se me antojaba un imposible.

Antes de irme me dijo que era del todo consciente de su situación: moriría por asfixia al quedarse el sistema respiratorio sin movilidad. También me explicó que si no se suicidaba no era porque no pudiese (de hecho, conocía perfectamente el modo cómo hacerlo) sino porque su esperanza era muy muy grande. Tenía clara cuál era su misión y eso le hacía continuar aun las dificultades.

Al salir de allí estuve reflexionando y me di cuenta de que Joaquín tenía una inquietud por las almas muy grande. Tanto, que deseaba que el compromiso de mejorar y ser buenos cristianos fuera mutuo: él iba a ofrecer sus sufrimientos por mí y mis intenciones, pero yo también debía comprometerme. ¡Aquel trueque venía de un afán infinito de apostolado!

Todo eso lo entendí a la luz del hecho de que él estuviese tan empeñado en evangelizar China. Tenía muchas ganas de que saliera la edición en chino de «El invitado imprevisto”. Y habló varias veces de la conversión de los chinos. Me mostró una virgen china y se le veía emocionado. Pienso que vivía su enfermedad con afán misionero. Lo suyo no era solamente entereza, como la puede tener cualquiera con gran fuerza de voluntad y optimismo, sino que entendía su situación como una misión para lograr conversiones.

Por cierto, logré -aún no sé cómo-— cumplir con el compromiso de esforzarme en los estudios. Aunque no era mal estudiante, nunca hasta aquel año me había esforzado de verdad. Y Joaquín me descubrió un motivo sobrenatural, que gracias a Dios yo supe acoger. (y de hecho superé la media de 9, cosa que no me habría atrevido ni a intentar).

Joaquín me quiso mostrar que los estudios eran mi materia de santidad, y en vez de argumentar o explicarlo con palabras -que probablemente no hubieran calado en mí- me convenció con su entusiasmo por ofrecer su dolor, que para mí equivalía a ofrecer horas de estudio.

Tras aquel año, empecé a estudiar en una buena universidad (en la que tuve ocasión de ofrecer numerosas horas de estudio). Al terminar la carrera, entré en el Seminario, donde me encuentro ahora en el 5” curso.

Creo que si algo le tengo que pedir a Joaquín es Fe. Porque sólo con una visión sobrenatural como la suya puede vivirse la esclerosis de aquella manera, con ilusión por las personas. Y sólo con esa visión sobrenatural es posible que yo mismo viva mi día a día con aquella misma conciencia de misión.

No puedo afirmar si Joaquín está ya en el Cielo; eso lo dirá la Iglesia, que es madre y es sabia. Pero no puedo evitar encomendarme a él, por una especie de certeza moral de que está deseando que le pida favores.