Tuvimos conocimiento de Joaquín Romero a través de algunas personas que vivían en su misma residencia y asistían habitualmente a misa en la iglesia de nuestro Monasterio de Clarisas, pues éramos vecinos. Nos hablaban de la enfermedad de Joaquín y nos pedían oraciones por su pronta recuperación. Nosotras atendíamos gustosísimas esos ruegos ante Jesús Sacramentado y lo teníamos presente en nuestras oraciones por los enfermos.

Durante más de diez años fuimos conocedoras del avance implacable de la esclerosis múltiple de placas que padecía Joaquín, de los dolores y limitaciones que le provocaba. Nos llamaba poderosamente la atención su aceptación de la enfermedad como un don de Dios que le permitía estar más unido a la Cruz de Cristo y su ofrecimiento continuo por la salvación del mundo.

Comprendió, con la luz de su vocación al Opus Dei, que su trabajo era santificar la enfermedad. Y asumió la Santa Voluntad de Dios con plena generosidad y deseando que fuese ocasión para acercar muchas almas a Dios. Sus escritos y publicaciones dan buena prueba de estos afanes santos y de ofrecimiento continuo y aceptación de los designios de Dios sobre su vida.

Con la gracia de Dios, y su profunda vida de interior, supo mantener durante muchos años de sufrimiento, la alegría y buen ánimo que caracterizaba su persona. Joaquín lejos de resignarse pasivamente en aceptar sus dolores y limitaciones, salía de sí mismo y se volcaba en ayudar a los demás, siempre que tenía ocasión.

Fundó una empresa para desarrollar tecnología de apoyo en bien de personas con discapacidades y también tuvo otras iniciativas orientadas a este mismo fin. Sin embargo, no se limitó a prestar unas ayudas técnicas, sino que, con su ejemplo y consejo, se preocupó espiritualmente con su temperamento bueno, cercano y generoso de las almas de las personas a las que atendía, ayudándoles a aceptar la enfermedad con sentido sobrenatural.

Tenía un atractivo especial –el atractivo de las almas buenas y santas– y muchas personas acudían a conocerlo. Transmitía ilusión por la vida, derrochaba cariño, cercanía y amor de Dios.

Joaquín tuvo una muerte santa, consumido por la enfermedad, e identificado y cada vez más a la Cruz de Cristo. Nos acercamos gustosas a rezar en la capilla ardiente que se organizó en la casa donde vivía. Su rostro reflejaba una profunda paz y serenidad. En la sala se respiraba un clima de oración y también de acción de gracias a Dios por el don de haber vivido y tratado a una persona con la talla sobrenatural y humana que tenía nuestro amigo Joaquín.

Rezamos por el eterno descanso de su alma. Al mismo tiempo, estábamos convencidas de que debía estar ya gozando de la presencia de Dios, al que tanto había amado y a quien con tanta generosidad se había entregado.

Han pasado seis años de su fallecimiento, y muchas personas acuden a su intercesión, pidiendo la gracia de Dios en situaciones de dificultad con la certeza de ser escuchadas. Nosotras mismas, también le recordamos convencidas de que ya goza de la visión de Dios.

El conocimiento de la vida de Joaquín a través de los libros que hablan de él y de su ejemplar vida ordinaria, santificada con su enfermedad por las almas, hace un gran bien a la Santa Iglesia de Dios, moviendo a la conversión de muchas almas, porque el ejemplo de una persona santa mueve a la conversión. Por eso queremos dar nuestro testimonio para colaborar al inicio de la causa de su canonización y que sea a gloria de Dios.