Me ha costado mucho escribir un testimonio –aunque le conozco desde que teníamos 18 o 19 años (él tenía un año más que yo)–, ya que pienso que todo el mundo que lo haya tratado ha visto lo mismo que yo: el modo impresionantemente natural y sereno de afrontar su enfermedad degenerativa. Una serenidad que le permitía prever situaciones complicadas o duras, para aprovecharlas como ocasiones para santificarse y hablar de Dios –su gran pasión– a mucha gente. Y siempre con la ilusión de trabajar con la máxima perfección, dentro de sus limitaciones.
Recuerdo que le gustaba mucho que le fuéramos a ver con amigos. Y lo que más impresionaba era su capacidad de amar, de amar a Dios y a los demás. Tenía sed de conocer gente y acercarlos al Señor. Por eso, muchos nos aprovechábamos y le llevábamos “casos difíciles”: amigos con poca fe, con una vida frívola, con una situación desesperada… y recuerdo que siempre salían muy “tocados”: Joaquín era un revulsivo de entusiasmo.
De su carácter, llamaba mucho la atención su sentido del humor algo cáustico. Una ironía constante, simpática, que impedía caer en un ambiente de «dulce compasión». De modo que si ibas a verle con la intención de hacerle compañía y darle consuelo, pronto notabas que hacía girar la conversación a tu alrededor y te sentías amablemente pero efectivamente exigido a procurar mejorar en tu vida o en la tu trabajo. No hablaba de sí mismo o de su enfermedad, si no era para intentar ayudarte a reflexionar.
Un recuerdo que tengo de su última época, cuando estaba quedándose sin voz y hablaba muy bajito –no por eso se le iban las ganas de hablar–, es que me costaba mucho oírle y tenía que hacerle repetir lo que decía acercando la oreja a sus labios. Entonces me decía: “Rubèn, te estás volviendo sordo”. Luego me preguntó por una de las preocupaciones que le rondaba últimamente: “Y cuando me quede sin voz… ¿cómo podré seguir haciendo apostolado?”. No supe contestarle. Le gustaba hacer preguntas para hacernos pensar. Eran cosas que tenía muy meditadas. De hecho, alguna vez le había oído decir que seguiría sintiéndose útil mientras pudiera seguir rezando y sonriendo.
El último día que lo vi fue a principios de abril de 2018, después de un accidente en casa de mi hermana y mi cuñado, a raíz del cual había muerto su hija de 4 años, Mar. Los llevé a ver a Joaquín para que los animara y rezara por ellos. Otro caso difícil. En ese momento se encontraba mal, con fiebre y ya no podía hablar nada. Los escuchó, los miró con amor, les sonrió y, estoy cierto, rezó. Le dejamos una foto de la niña a los pies de la cama, donde tenía una pantalla. Cuando murió me enviaron una foto de esa pantalla que tenía frente a los ojos: había un crucifijo, una imagen de la Virgen de China, una foto del Padre y el recordatorio de Mar.
Pienso que Joaquín es santo, que está en el Cielo y que habría que incoar su proceso de beatificación, ya que sería de gran ayuda para muchas personas.
Mn. Rubèn Mestre Andrés, sacerdote
Castelldefels
8 de enero de 2025