
Mis primeros recuerdos con Joaquín se remontan a cuando los dos teníamos 16 años, en los partidos de fútbol del Club Pàdua, en el campo de las Águilas. Más adelante perdimos un poco el contacto, hasta que lo recuperamos gracias a un amigo común, Jaime Solá.
Susana y yo recordamos con especial cariño aquellas primeras Romerías del mes de mayo, organizadas por Joaquín con sus amigos más cercanos. Nos sentimos orgullosos de haber sido los primeros en acompañarle. Él nos animaba a traer más amigos, y también a que nuestros hijos invitasen a los suyos. Empezamos en el Santuario de la Virgen del Vinyet, en Sitges (Barcelona), un templo con raíces medievales y edificio del siglo XVIII.
Después de la Romería solíamos comer en una torre que le prestaba su padre. Con los años, estas Romerías fueron creciendo y reuniendo cada vez a más familias. Más adelante pasamos a celebrarlas en la Escuela Deportiva Brafa, que ofrecía más comodidades: estaba más cerca, tenía amplias zonas de aparcamiento y permitía moverse con tranquilidad. Los más pequeños jugaban a sus anchas y tenían la costumbre preciosa de buscar flores para ofrecérselas a la Virgen.
Llamaba la atención la delicadeza con la que Joaquín trataba a cada niño, siempre de manera personal. Los niños se sabían queridos y lo veían como a un amigo. También pedía ayuda con una naturalidad desarmante: que le cortaran la comida en trocitos o que le ayudaran a comer. Más adelante, cuando ya no tenía fuerza ni para levantar el vaso, también pedía ayuda sin darle importancia, con la misma sencillez de siempre.
Durante un tiempo, los martes comíamos juntos en su casa. En el comedor de invitados, muy bien dispuesto, hablábamos de todo un poco, y él siempre encontraba la ocasión para proponerme metas altas. Cuando hablaba era exigente, pero a la vez profundamente cariñoso.
Nuestros hijos recuerdan mucho sus “pactos chinos” y sus llamadas de teléfono para felicitarles por su cumpleaños. Nuestra hija María, por ejemplo, estudiaba Psicología. Un día me contó que Joaquín tuvo con ella una conversación preciosa sobre la importancia de cuidar bien a las personas enfermas.
Cuando le preguntábamos “¿cómo estás?”, su respuesta siempre me sorprendía:
—Lo mío no es nada comparado con lo tuyo.
Él sí que estaba mal, pero jamás se daba importancia.
Durante un tiempo le recetaron unos ejercicios de respiración. Cuando estaba con nosotros, a veces quería hacerlos. Cada ejercicio duraba más o menos lo que rezar un avemaría. Así que, en vez de pedir un cronómetro, encontró una solución muy suya: mientras él hacía el ejercicio, nosotros hacíamos de cronómetro rezando avemarías.
La empresa de domótica que montó no tenía ánimo de lucro. Su objetivo era ayudar a que otras personas enfermas fuesen más autónomas y cubrir sus propios gastos. Para él, los clientes no eran clientes, sino enfermos a los que intentaba ayudar. Recuerdo que uno de ellos le habló de suicidarse. Joaquín le dio un sentido trascendente que le ayudó a seguir viviendo.
Cuando esperábamos a nuestro quinto hijo, se debió dar cuenta de que estábamos nerviosos y quedamos con él. Su conversación nos contagió serenidad.
—A vosotros, el quinto; y a mí, mi quinto hermano, que ha sido quien más me ha ayudado durante toda la enfermedad y en la puesta en marcha de un proyecto muy ambicioso.
Con pocas palabras nos invitaba a confiar en Dios.
No tenemos ninguna duda de que nuestro amigo Joaquín está hoy en el Cielo, intercediendo por nosotros.
Víctor Infiesta Ramoneda y Susana Ares Cereceda
Sant Cugat, octubre 2025