Joaquín ha sido la primera persona que he visto consumirse poco a poco y afrontar la muerte cara a cara.
Empezaré diciendo que, para mí —y diría que a muchos nos pasa lo mismo— el peor día de la semana siempre ha sido el lunes. Aun así, Joaquín consiguió que ese día volviera contento a casa por la noche.
No sé muy bien cómo explicar todo lo que me ha ayudado… Podría hablar de su tozudez con los temas que le apasionaban, de su determinación para afrontar los problemas del día a día… o de tantas otras cosas que me han servido enormemente a nivel profesional.
Tenía una confianza absoluta con sus amigos. Nunca dudaba de la palabra de ninguno de ellos. Recuerdo una ocasión en la que fui a verle acompañado de alguien que pensé que podía ayudarle. La situación acabó siendo un poco kafkiana. Joaquín le dijo que le recibía porque venía conmigo, y él confiaba plenamente en todos sus amigos.
Así era. Pero, por encima de todo, destacaría su sonrisa. Siempre le vi sonreír. En los últimos años se le notaba literalmente agotado, como si le hubieran pasado por encima cuarenta apisonadoras. De esos días recuerdo su rostro absolutamente consumido; reflejaba un cansancio inmenso, pero nunca perdió la sonrisa.
Años antes, cuando aún me recibía en su salón y podía hablar con normalidad, le preguntaba con frecuencia cómo afrontaba el dolor. En aquel momento, estaba “relativamente bien”. Me decía que le daba miedo el día en que no pudiera hablar, porque no sabía cómo lo llevaría. Pero después se desenvolvió con una naturalidad impresionante. En sus últimos años, ya postrado en la cama y prácticamente sin poder comunicarse, me venía a la mente lo mal que lo pasaba cuando aún “estaba bien”, y pensaba: “Imagínate ahora cómo lo estará pasando…”. Pero el muy puñetero seguía con esa sonrisa.
Yo me muevo en moto por Barcelona. Un día, al llegar, le conté con naturalidad que estaba enfadado porque me había mojado (llovía). Hay que poner la escena en contexto: llego, le saludo, me muevo por la habitación, dejo el casco por un lado, el impermeable por otro, cara de pocos amigos porque se me han empapado los zapatos, le miro, él me mira y sonríe… Ya no podía hablar, y yo le digo: “¿Ves, Joaquín? Yo enfadado por mojarme, y tú aquí, hecho polvo en la cama, y con una sonrisa… ¡Buf!”
Para mí, todos estos años han sido una escuela de vida a través de su testimonio. Mis líos cotidianos, el trabajo, el estrés, los problemas de todo tipo, quedaban inmediatamente relativizados con solo imaginármelo a él en su cama.
Un año me rompí los ligamentos cruzados de la rodilla y estuve más de un año con molestias y dependiendo de otros para todo. Yo, que siempre he sido bastante orgulloso… Me dolía el ego no poder desenvolverme por mí mismo. Entonces pensaba en Joaquín y en cómo él afrontaba lo suyo, y todo se ponía en su sitio.
Insisto en esto: cuando aún “estaba bien” y podía hablar, yo le preguntaba mucho por el dolor. Para mí, que estaba sano, no parecía que lo pasara tan mal; simplemente, no podía moverse. Pero él me explicaba las noches sin dormir, su agotamiento… Nunca esquivó una pregunta y me lo contaba todo con detalle, sin ahorrarse nada. A veces, mientras hablábamos, le venían calambres, espasmos en las piernas… Y, siempre, esa sonrisa.
Era un gran tipo, profundamente empático y muy profesional. Lo tenía todo apuntado en su ordenador.
Al final del día hacía su examen de conciencia, y yo le abría el Word y le ampliaba el texto en la pantalla para que pudiera leerlo. No creo hacer nada malo si cuento la parte que más me impresionó. No debía leerlo yo, era para él, pero trataba de memorizar un fragmento que se decía a sí mismo. Decía algo así como: “Tu fortaleza es prestada, por lo tanto, puedes aguantar esto y mucho más; y tú, a callar.”
Todo eran inconvenientes: la mascarilla de aire, las personas que, intentando ayudar, se la colocábamos mal, la incomodidad de estar inclinado en su cama giratoria… y yo, sin darme cuenta. Él no se quejaba. Y se despertaba cada día sabiendo que no habría ninguna mejora, sino que, quizás, el día siguiente sería un poco peor. Y, a pesar de todo, esa sonrisa.
Todo su sufrimiento, volcado en corredimir.
Nunca, hasta el día de su marcha al cielo, había entendido del todo esas frases que aparecen en las oraciones para devociones privadas: “Vivió con heroicidad las virtudes cristianas y murió con fama de santidad.”
Ahora lo entiendo.
Pedro Rodríguez
Barcelona, abril 2025